Los soldados estadounidenses que combaten en Afganistán no son los únicos que sufren el trastorno por estrés postraumático: también afecta a la población civil y a los talibanes.
Por Ron Moreau
Aunque había vuelto a su casa en la conmocionada provincia afgana de Helmand, Payanda Mohammad se negaba a entregar su pistola. La portó orgulloso como símbolo de su rango cuando dirigía un pelotón de combate talibán y sus familiares permitieron que la conservara —luego de quitarle el percutor, cosa que hicieron con gran disimulo y prudencia porque no sabían cuándo experimentaría un inopinado ataque de ira ni cuándo le asaltaría otro violento recuerdo de sus batallas contra las fuerzas estadounidenses, británicas y del Gobierno afgano en las inmediaciones de su aldea natal del distrito Nawa, cerca de Marya—. Cada vez que sufría una crisis, hacían falta varios hombres para derribarlo al suelo.
Pero ahora el arma se encuentra a cientos de kilómetros de distancia, porque su familia lo obligó a cruzar la frontera para recibir atención médica en Pakistán. Sentados en la habitación de un sucio hotel de Peshawar, el ex combatiente y dos de sus primos hablan con uno de nuestros periodistas, cuando Mohammad se levanta de la cama y grita: “¡Rápido! ¡dame el trasmisor!”. Toma entonces el teléfono celular y sin siquiera encenderlo, empieza a dar órdenes: “¡Zahid! ¿Tenés suficientes armas y RPG [granadas propulsadas]? ¡Bien! Maniobren hacia la derecha. Obaid, asegurate de que las bombas estén preparadas y escondidas en los puntos estratégicos del canal. ¡Que todos los hombres estén alerta y no dejen escapar a ningún inglés!”. Guarda silencio, escucha y da una orden final: “Retengan a los detenidos hasta nueva orden. Comunicaré los resultados del ataque exitoso a nuestros superiores”. Exhausto, se deja caer en la cama.
Los familiares dicen que Mohammad permanece en ese estado desde que una bomba estadounidense cayó sobre su pelotón, en julio. Cuando recuperó la conciencia, se enteró de que era el único sobreviviente. “Se largó a llorar, clamando a Dios: ‘¿Por qué no soy un mártir como mis hombres? ¿Por qué sobreviví? ¿Qué tenés en contra mía?’”, recuerda uno de los primos. Faridulá (35 años), miembro talibán designado para vigilar a los ex comandantes perturbados como Mohammad, dice que no sabe si éste alguna vez volverá al frente. “Es un peligro para sí mismo y para los demás”, sentencia.
El trastorno por estrés postraumático (TEPT) se convirtió en una de las afecciones más comunes de los estadounidenses que combatieron en Irak y Afganistán. Se calcula que la cifra de soldados afectados asciende a 400.000, mientras que la tasa de suicidios del Ejército de EE. UU. se ha disparó a más del doble en la última década. No obstante, aun con los millones de dólares que el Pentágono desembolsó para estudiar y tratar el TEPT, con miras a encontrar la manera de prevenir el trastorno, nadie se detuvo a preguntarse si el enemigo adolece del mismo mal.
Por supuesto, las razones son obvias: falta de acceso a los pacientes y el comprensible sentimiento de que los combatientes talibanes no merecen la menor compasión. Sin embargo, los insurgentes aseguran que los problemas psicológicos de sus efectivos son cada vez peores.
El avance de la OTAN ha sido implacable: el año pasado, las fuerzas de coalición mataron o capturaron a cerca de 350 comandantes de nivel medio o bajo, así como a más de 1.000 combatientes. Por su parte, el alto mando talibán se apuró a señalar que esas pérdidas fueron compensadas con la continua afluencia de jóvenes reclutas que buscan vengarse de los bombardeos aéreos de sus aldeas y la muerte de familiares que se unieron al movimiento. Sin embargo, las bajas conllevan también un alto precio psicológico, sobre todo en los combatientes más experimentados, quienes llevan muchos años luchando contra un enemigo muy superior.
Ese precio se pone de manifiesto al hablar con comandantes de la Provincia de Helmand, como el mulá Mohammad —el tercer hombre que tomó el mando de dicha unidad en los últimos 12 meses (sus dos predecesores murieron en combate)—. El mulá conoce a más de una docena de comandantes provinciales que padecen de problemas como el de Payanda Mohammad, incluido un importante comandante del distrito Nawa, quien también fue enviado a Pakistán para recibir tratamiento. Faridulá calcula que, nada más en las provincias de Helmand y la vecina Uruzgan, hay muchos más de 100 soldados y comandantes afectados de problemas mentales graves que son producto de sus experiencias en el frente. Como ejemplo cita dos recientes incidentes en que combatientes talibanes enloquecieron momentáneamente y dispararon contra sus propios compañeros y amigos, dejando un saldo combinado de más de una docena de víctimas. “Somos seres humanos”, dice el mulá Mohammad. “Ni siquiera un animal podría resistir las tensiones a que nos vemos sometidos”.
Ese comentario contrasta mucho con la habitual arrogancia de los líderes insurgentes. “Diría que 100 por ciento de los talibanes vio suficiente muerte y destrucción para desarrollar enfermedades mentales”, aventura un importante oficial de inteligencia talibán, quien cubre el territorio oriental de Afganistán. “Ningún miembro del movimiento talibán se ha visto exento del choque mental del combate, las explosiones, la pérdida de camaradas y amigos”.
Claro está, los problemas mentales relacionados con la guerra son una realidad para casi todos en ese país. Según el ministro de Salud afgano, el doctor Suraya Dalil, el 60 por ciento de la población adolece de problemas de salud mental no sólo como consecuencia del conflicto armado, sino también por la extrema pobreza y las abominables condiciones de atención médica. “La enfermedad mental en nuestra población es tan común como la malaria”, asegura el mulá Mohammad. “Aunque es alarmante, no debe causar sorpresa que haya tantos afganos con trastornos psicológicos”, agrega el doctor Wahab Yusafzai, psiquiatra paquistaní que dicta cursos de capacitación para médicos afganos que trabajan en centros de salud de las provincias. “El pueblo se siente impotente, y la muerte puede llegar en cualquier momento”.
Los alumnos de Yusafzai reconocen que se incrementó la cifra de pacientes agobiados por depresión grave, incluidos talibanes. “Un médico me dijo: ‘Todos parecen talibanes, así que atendemos a todos los que solicitan ayuda. No sabemos quién es quién’”. Yusafzai dice sentirse alentado de ver que muchos afganos empiezan a hablar con médicos acerca de sus problemas de salud mental. Por tradición, los afganos consideran a los trastornos psicológicos como una vergüenza que deben disimular, una aflicción provocada por genios y brujería; y a fin de expulsar a los espíritus malignos, suelen recurrir a los mulás o hacen peregrinaciones a los altares sufíes —uno de los cuales, en la provincia Nangarhar, ha implementa la práctica de encadenar a los enfermos a paredes y árboles, sometiéndolos a una dieta de subsistencia durante 40 días, como mínimo, si los síntomas no desaparecen antes.
De poco valieron los altares sufíes a Yusaf Jan, quien en 2008 asumió el mando de una unidad de 10 hombres en la provincia de Ghazni tras la muerte de dos predecesores. Lo encontramos tendido en un delgado colchón en una casa segura de los talibanes en Karachi, con una bolsa repleta de botellas de medicamentos a su lado. El comandante de 29 años está muy debilitado y tiene grandes ojeras. Aunque la temperatura de la habitación es de casi 30 grados, tiene dos gruesos suéteres y se queja del frío. Según su hermano, Fida Mohammad, a menudo estalla en episodios de violencia, duerme mal por la noche y pasa fácilmente de la risa al llanto; por momentos lo acusa de oponerse a la yihad e impedirle regresar al frente, y luego proclama: “Nuestros muyahidines llegaron a Kabul”.
Jan apenas recuerda lo que le sucedió un día, a mediados de 2009. “Creo que mi cerebro recibió un golpe”, es todo lo que puede decir. Sin embargo, el hermano relata el incidente: un avión estadounidense sobrevolaba la zona, y Jan corrió a cubrirse con dos de sus hombres a un lado de una pared de adobe, mientras que otros tres combatientes se ocultaron del otro lado. Cuando la bomba dio en la pared, la explosión hizo que Jan volara por el aire, dejándolo inconsciente y cubierto de escombros. Al despertar, fue en busca de sus camaradas, pero sólo encontró pedazos de carne quemada. Le llevaron a la granja familiar cerca de la ciudad de Ghazni, donde comenzó a padecer insomnio y se volvió cada vez más violento.
Luego de varias visitas inútiles a los altares sufíes, su hermano le acompañó a una clínica en la ciudad paquistaní de Quetta, donde una tomografía reveló que no había sufrido daños en el cerebro. El médico le administró unas pastillas que, supuestamente, lo tranquilizarían, pero Jan siguió fuera de sí y se puso a gritar en la sala de espera: “¡Larga vida al mulá Omar y a los talibanes! ¡Muerte a EE. UU. y los paquistaníes!”. Al volver a su casa, su violencia se acentuó tanto que la familia optó por sujetarlo con grilletes, encerrándolo durante días en una habitación aislada.
El hermano de Jan, maestro de escuela, renunció al trabajo para cuidarlo. Lo llevó siete veces a consultar a un doctor en Pakistán, gastando más de US$ 3.000 en transporte, sobornos y honorarios médicos, casi agotando los ahorros familiares generados con el cultivo de uvas. El hermano asegura que los talibanes no ayudaron a Jan. “No les interesan los enfermos mentales”, sentencia. “Brindan ayuda a quienes tienen una lesión física, pero nunca a los que padecen un trastorno mental”. Después informa que la familia está evaluando la última opción propuesta por un médico de Karachi: la terapia electroconvulsiva. “A veces lloro por él”, confiesa el hermano. “Es muy inteligente. Pero ahora está loco. A veces pienso que sería mejor que muriera”.
Aunque había vuelto a su casa en la conmocionada provincia afgana de Helmand, Payanda Mohammad se negaba a entregar su pistola. La portó orgulloso como símbolo de su rango cuando dirigía un pelotón de combate talibán y sus familiares permitieron que la conservara —luego de quitarle el percutor, cosa que hicieron con gran disimulo y prudencia porque no sabían cuándo experimentaría un inopinado ataque de ira ni cuándo le asaltaría otro violento recuerdo de sus batallas contra las fuerzas estadounidenses, británicas y del Gobierno afgano en las inmediaciones de su aldea natal del distrito Nawa, cerca de Marya—. Cada vez que sufría una crisis, hacían falta varios hombres para derribarlo al suelo.
Pero ahora el arma se encuentra a cientos de kilómetros de distancia, porque su familia lo obligó a cruzar la frontera para recibir atención médica en Pakistán. Sentados en la habitación de un sucio hotel de Peshawar, el ex combatiente y dos de sus primos hablan con uno de nuestros periodistas, cuando Mohammad se levanta de la cama y grita: “¡Rápido! ¡dame el trasmisor!”. Toma entonces el teléfono celular y sin siquiera encenderlo, empieza a dar órdenes: “¡Zahid! ¿Tenés suficientes armas y RPG [granadas propulsadas]? ¡Bien! Maniobren hacia la derecha. Obaid, asegurate de que las bombas estén preparadas y escondidas en los puntos estratégicos del canal. ¡Que todos los hombres estén alerta y no dejen escapar a ningún inglés!”. Guarda silencio, escucha y da una orden final: “Retengan a los detenidos hasta nueva orden. Comunicaré los resultados del ataque exitoso a nuestros superiores”. Exhausto, se deja caer en la cama.
Los familiares dicen que Mohammad permanece en ese estado desde que una bomba estadounidense cayó sobre su pelotón, en julio. Cuando recuperó la conciencia, se enteró de que era el único sobreviviente. “Se largó a llorar, clamando a Dios: ‘¿Por qué no soy un mártir como mis hombres? ¿Por qué sobreviví? ¿Qué tenés en contra mía?’”, recuerda uno de los primos. Faridulá (35 años), miembro talibán designado para vigilar a los ex comandantes perturbados como Mohammad, dice que no sabe si éste alguna vez volverá al frente. “Es un peligro para sí mismo y para los demás”, sentencia.
El trastorno por estrés postraumático (TEPT) se convirtió en una de las afecciones más comunes de los estadounidenses que combatieron en Irak y Afganistán. Se calcula que la cifra de soldados afectados asciende a 400.000, mientras que la tasa de suicidios del Ejército de EE. UU. se ha disparó a más del doble en la última década. No obstante, aun con los millones de dólares que el Pentágono desembolsó para estudiar y tratar el TEPT, con miras a encontrar la manera de prevenir el trastorno, nadie se detuvo a preguntarse si el enemigo adolece del mismo mal.
Por supuesto, las razones son obvias: falta de acceso a los pacientes y el comprensible sentimiento de que los combatientes talibanes no merecen la menor compasión. Sin embargo, los insurgentes aseguran que los problemas psicológicos de sus efectivos son cada vez peores.
El avance de la OTAN ha sido implacable: el año pasado, las fuerzas de coalición mataron o capturaron a cerca de 350 comandantes de nivel medio o bajo, así como a más de 1.000 combatientes. Por su parte, el alto mando talibán se apuró a señalar que esas pérdidas fueron compensadas con la continua afluencia de jóvenes reclutas que buscan vengarse de los bombardeos aéreos de sus aldeas y la muerte de familiares que se unieron al movimiento. Sin embargo, las bajas conllevan también un alto precio psicológico, sobre todo en los combatientes más experimentados, quienes llevan muchos años luchando contra un enemigo muy superior.
Ese precio se pone de manifiesto al hablar con comandantes de la Provincia de Helmand, como el mulá Mohammad —el tercer hombre que tomó el mando de dicha unidad en los últimos 12 meses (sus dos predecesores murieron en combate)—. El mulá conoce a más de una docena de comandantes provinciales que padecen de problemas como el de Payanda Mohammad, incluido un importante comandante del distrito Nawa, quien también fue enviado a Pakistán para recibir tratamiento. Faridulá calcula que, nada más en las provincias de Helmand y la vecina Uruzgan, hay muchos más de 100 soldados y comandantes afectados de problemas mentales graves que son producto de sus experiencias en el frente. Como ejemplo cita dos recientes incidentes en que combatientes talibanes enloquecieron momentáneamente y dispararon contra sus propios compañeros y amigos, dejando un saldo combinado de más de una docena de víctimas. “Somos seres humanos”, dice el mulá Mohammad. “Ni siquiera un animal podría resistir las tensiones a que nos vemos sometidos”.
Ese comentario contrasta mucho con la habitual arrogancia de los líderes insurgentes. “Diría que 100 por ciento de los talibanes vio suficiente muerte y destrucción para desarrollar enfermedades mentales”, aventura un importante oficial de inteligencia talibán, quien cubre el territorio oriental de Afganistán. “Ningún miembro del movimiento talibán se ha visto exento del choque mental del combate, las explosiones, la pérdida de camaradas y amigos”.
Claro está, los problemas mentales relacionados con la guerra son una realidad para casi todos en ese país. Según el ministro de Salud afgano, el doctor Suraya Dalil, el 60 por ciento de la población adolece de problemas de salud mental no sólo como consecuencia del conflicto armado, sino también por la extrema pobreza y las abominables condiciones de atención médica. “La enfermedad mental en nuestra población es tan común como la malaria”, asegura el mulá Mohammad. “Aunque es alarmante, no debe causar sorpresa que haya tantos afganos con trastornos psicológicos”, agrega el doctor Wahab Yusafzai, psiquiatra paquistaní que dicta cursos de capacitación para médicos afganos que trabajan en centros de salud de las provincias. “El pueblo se siente impotente, y la muerte puede llegar en cualquier momento”.
Los alumnos de Yusafzai reconocen que se incrementó la cifra de pacientes agobiados por depresión grave, incluidos talibanes. “Un médico me dijo: ‘Todos parecen talibanes, así que atendemos a todos los que solicitan ayuda. No sabemos quién es quién’”. Yusafzai dice sentirse alentado de ver que muchos afganos empiezan a hablar con médicos acerca de sus problemas de salud mental. Por tradición, los afganos consideran a los trastornos psicológicos como una vergüenza que deben disimular, una aflicción provocada por genios y brujería; y a fin de expulsar a los espíritus malignos, suelen recurrir a los mulás o hacen peregrinaciones a los altares sufíes —uno de los cuales, en la provincia Nangarhar, ha implementa la práctica de encadenar a los enfermos a paredes y árboles, sometiéndolos a una dieta de subsistencia durante 40 días, como mínimo, si los síntomas no desaparecen antes.
De poco valieron los altares sufíes a Yusaf Jan, quien en 2008 asumió el mando de una unidad de 10 hombres en la provincia de Ghazni tras la muerte de dos predecesores. Lo encontramos tendido en un delgado colchón en una casa segura de los talibanes en Karachi, con una bolsa repleta de botellas de medicamentos a su lado. El comandante de 29 años está muy debilitado y tiene grandes ojeras. Aunque la temperatura de la habitación es de casi 30 grados, tiene dos gruesos suéteres y se queja del frío. Según su hermano, Fida Mohammad, a menudo estalla en episodios de violencia, duerme mal por la noche y pasa fácilmente de la risa al llanto; por momentos lo acusa de oponerse a la yihad e impedirle regresar al frente, y luego proclama: “Nuestros muyahidines llegaron a Kabul”.
Jan apenas recuerda lo que le sucedió un día, a mediados de 2009. “Creo que mi cerebro recibió un golpe”, es todo lo que puede decir. Sin embargo, el hermano relata el incidente: un avión estadounidense sobrevolaba la zona, y Jan corrió a cubrirse con dos de sus hombres a un lado de una pared de adobe, mientras que otros tres combatientes se ocultaron del otro lado. Cuando la bomba dio en la pared, la explosión hizo que Jan volara por el aire, dejándolo inconsciente y cubierto de escombros. Al despertar, fue en busca de sus camaradas, pero sólo encontró pedazos de carne quemada. Le llevaron a la granja familiar cerca de la ciudad de Ghazni, donde comenzó a padecer insomnio y se volvió cada vez más violento.
Luego de varias visitas inútiles a los altares sufíes, su hermano le acompañó a una clínica en la ciudad paquistaní de Quetta, donde una tomografía reveló que no había sufrido daños en el cerebro. El médico le administró unas pastillas que, supuestamente, lo tranquilizarían, pero Jan siguió fuera de sí y se puso a gritar en la sala de espera: “¡Larga vida al mulá Omar y a los talibanes! ¡Muerte a EE. UU. y los paquistaníes!”. Al volver a su casa, su violencia se acentuó tanto que la familia optó por sujetarlo con grilletes, encerrándolo durante días en una habitación aislada.
El hermano de Jan, maestro de escuela, renunció al trabajo para cuidarlo. Lo llevó siete veces a consultar a un doctor en Pakistán, gastando más de US$ 3.000 en transporte, sobornos y honorarios médicos, casi agotando los ahorros familiares generados con el cultivo de uvas. El hermano asegura que los talibanes no ayudaron a Jan. “No les interesan los enfermos mentales”, sentencia. “Brindan ayuda a quienes tienen una lesión física, pero nunca a los que padecen un trastorno mental”. Después informa que la familia está evaluando la última opción propuesta por un médico de Karachi: la terapia electroconvulsiva. “A veces lloro por él”, confiesa el hermano. “Es muy inteligente. Pero ahora está loco. A veces pienso que sería mejor que muriera”.
(Fuente: Newsweek Argentina)
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